miércoles, 3 de febrero de 2016

La humedad se me introduce en el cuerpo quemando mi garganta.
El gris del cielo y la menguante lluvia que ya ha dejado charcos que no se pueden secar.
Barro resbaladizo en cada paso, pasos asustadizos por lo desconocido y lo tenebroso del paisaje.
Apretando los puños, en los que un día me apoyé para sobrevivir.
El viento susurra en mi oído pero no logro entender que me dice y se enfada y sopla como si gritase a un necio, a un esclavo de su imperio del aire.
Las piernas no responden porque ya no soy su dueño, los brazos que se encogen para proteger debilidades, el débil que un día fue fuerte y que ha sido vencido por lo que no se ve.
Las ramas castigan los cuerpos que se aproximan como intrusos, que lo son, causando heridas al rozar la piel que ya dejó de ser suave, pero aún así, es fácilmente fracturable.
Muero en cada paso desangrado, ensuciando la pureza del agua del suelo y cambiando la perspectiva que no he de tocar.


Pensé que mis colmillos crecerían hasta anclar mis mandíbulas.
Creí que moriría de hambre y sin embargo soy como Saturno en el pincel de Goya.
Mis ojos se vuelven a parecer, desapareciendo en la mirada perdida, allí donde me deshice de ti.
Los lienzos que ensucio y que no quiero mostrar, los paños que tiro y recojo después para escuchar el crujir de mis rodillas.
Me sobran los años que me faltan, pues no los he sabido ni sabré utilizar y mientras tanto, se escapa el aliento que te hace continuar.
Si pudiera vencer las cosas que me aterran con la misma disposición que a mis miedos...


Me despedí del olor a hoja pasada, a tinta y jeroglífico sin resolver.
Me despedí de la melancolía que reflejaban mis escritos, me despedí...
Ahora vuelvo por necesidad, pues lo necesito, para ser, para existir.
Mil historias han pasado por mi mente, millones de relatos que contar y que he ocultado.
Y no puedo...pues los otoños son veranos y los inviernos, primaveras, y yo incumplo mi palabra de callar, de ver las estaciones tras el cristal.
Entre los inmensos muros de la Catedral, donde el eco repite las palabras, se cuentan los secretos más inconfesables, aquellos que nadie puede saber, los que sólo forman parte de uno mismo. Aquí se dejan para continuar adelante, aquí se depositan para siempre y mueren encerrados. Abandonados para que perezcan sin alimento o visitados desde la añoranza, para desprenderse de ese lastre. Domin Cruz.